Cronista del Centro de Investigación y Documentación Histórica y Cultural de Coyoacán
Atrás quedaron las mocedades ahora, con el sosiego que dan los años, llega el tiempo de las remembranzas, de recordar los aromas, los sabores, las formas colores y texturas y, sobre todo, las antiguas historias que envolvieron a la niñez de alegrías y temores, de certidumbres y asombros en aquellas tardes, en que “casi al oscurecer, los chicos del rumbo solían reunirse en el quicio de una puerta o en la esquina, junto al farol o bien bajo un árbol a contar cuentos”, evoca en su libro Relatos y leyendas de Coyoacán, la profesora María Dolores Hernández Jimeno.
De entre los escritos de la “maestra Lolita”, como la llamaron con afecto, muchas generaciones que gozaron de su sabia conducción escolar, destaca la historia de dos hermanos que fueron protagonistas de un trágico acontecimiento en un día de magia y sortilegios como lo es el “Día de San Juan”, que se celebra cada 24 de junio y que en Coyoacán tiene especial connotación por ser precisamente la imagen del bautista quien protege con su patrocinio a la vieja Villa de Coyoacán.
Con una narración casi cinematográfica, Lolita describe uno a uno los preparativos que se daban, todavía en las primeras décadas del siglo XX, para vestir al atrio parroquial de fiesta, como la colocación de los puestos que ofrecían su regalo multicolor a los ojos del marchante: guajes, trompos, pirinolas de madera, olorosas cajitas de Olinalá, juguetes de cartón o lámina, muñecas de trapo con moños en las trenzas; objetos lúdicos que ya pocas veces se pueden encontrar en las grandes ciudades.
Junto con sus palabras, el ambiente se impregna de aromas y nos remite a la riqueza gastronómica de nuestro país; no puede faltar la vendimia de “tamales, atoles de masa y arroz, enchiladas, tacos, pambazos y pozole, así como los tradicionales buñuelos con miel de piloncillo, los dulces, las cocadas y los tamarindos; llegan canastos de pan de feria y los consabidos huacales de frutas para las ricas e inigualables nieves de Coyoacán”, aquéllas que sentaron sus reales en los albores del siglo XX, para no irse nunca jamás.
La descripción de las luces de artificio, tampoco falta, ni la de las nostálgicas notas que escapan del Cilindro, agasajo alemán que, contra viento y marea, pervive hasta nuestros días, y otros tópicos festivos que desde siempre han hecho de Coyoacán un lugar para soñar, reír y recordar.
Pero no todo es festivo, una leyenda, la de “Los dos charros”, tiene su propia hiel, esa que parece desbordarse entre los adoquines del vetusto atrio, cada 24 de junio “cuando tenue, apunta apenas la claridad opalina y húmeda, cuando los últimos luceros se ocultan sorprendidos por el amanecer y el silencio de la noche aún no termina, se esconde el galopar de un caballo por la calle que da a la espalda de la parroquia de San Juan Bautista, en Coyoacán”, narra la entrañable maestra coyoacanense.
Esa calle, en donde por mucho tiempo los franciscanos que tenían bajo su resguardo a la Parroquia -declarada como monumento histórico-, solían guarecer sus caballos después de que regresaban de realizar sus servicios religiosos por los ancestrales barrios y pueblos de la demarcación, hoy tiene por nombre “Caballocalco”, vocablo híbrido que hace referencia al “lugar de caballos”.
Cuenta la leyenda que “eran dos hermanos dueños de una próspera hacienda, como las había mucho en esos tiempos lejanos” y que se enamoraron de la misma mujer, quien aceptó casarse con uno de ellos pero que el otro, ofuscado por el despecho, el día pactado para la boda “llegó a todo galope, rayando su caballo; aprovechando la sorpresa tomó a la novia por la cintura y subiéndola al caballo estuvo a punto de emprender la huida, cuando el novio desenfundó rápidamente la pistola y disparó al caballo para impedir el rapto”.
Por el suelo rodaron montura, jinete y la novia: él murió desnucado, ella víctima de un infarto; testigo y protagonista de la doble tragedia, el otro hermano arrepentido y desesperado se suicidó.
Desde entonces, cada año, alguno de los dos hermanos regresa no se sabe si a buscar a la novia, a llorar su desconsuelo o a expiar su culpa pero, lo cierto es que siempre, “el brioso caballo da vuelta por el costado de la iglesia y rayando el piso se detiene; momentos después por la misma calle, vuelve a oírse el galope, pero ya no se ven ni el charro, ni el caballo, ni el sombrero, paulatinamente el retumbar del galope se pierde en la lejanía, conforme va amaneciendo lento, muy lento”. Al año siguiente, en el imaginario popular, la tragedia de amor y desamor volverá a recrearse en la narrativa de los ancianos del lugar.